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DEL PORQUÉ ESCRIBO ESTO CON UN BISTEC EN EL OJO
Como muchos fines de semana, desde que tengo bicicleta, me fui a subir el San Cristóbal por puro deporte. Esta vez el mote con huesillo de la cumbre estuvo más dulzón, pues por vez primera subía el cerro sin detenerme a descansar ni una sola vez. Miraba Santiago con cierta postura de victoria y hasta el Mapocho se veía más sucio ante mi impresionante timing. Impresionante para mis polainas, pues los que ahí estaban sí que tenían una presencia atlética digna; mi ponchera, aunque menor, seguía ahí burlándose de mi victoria y saboreando el mote.
Ya era hora de darse el premio por el cual vale el cansancio subir: lanzarse en velocidad por las vertiginosas bajadas del cerro. Como siempre el camino está lleno de ciclistas y corredores, por lo que hay que ser siempre cauto. Y nos fuimos. Es de lo más delicioso sentir la resistencia del viento en tus bigotes mientras la minimizas agachando la postura en la cleta. Todo un placer, déjate los bigotes y pruébalo, nena. Qué audacia, marx mío, cómo maneja esas velocidades, miren como el pavimento se arruga asustado con su elegante paso, que curvas (las de algunas corredoras también), qué descenso tan garboso, miren como ¡chucha! ¡cuidado! grita un corredor, qué corchos, cómo se le ocurre ir por su izquierda, no lo vayas a chocar, esquívalo pero cuidado con esos adoquines conchemimaaa…
No conté las milésimas de segundo, pero recuerdo la bicicleta yéndose de punta enganchada apenas su rueda delantera por la vereda, de ahí una pequeña vista aérea del pavimento y luego una vista del mismo pero a su altura. Tampoco alcancé a contar las vueltas que di en el cemento, sólo un infierno de dolor en la cabeza y un mareo abombado. Veo a un ciclista y le levanto la mano ¡espera! me dice y enseguida vuelve con unos tipos a caballo. A esa altura, sentado en la calle me veo los pantalones llenos de sangre que me goteaba de la cabeza. Y mareo. Y dolor. Y la mandíbula a medio desencajar. ¿no tiene agüita? No tengo, me dicen los de a caballo ¿y un pañito? Tampoco, espérese sentadito que ya llamamos a la ambulancia. El rato de estar sentado en la vereda mirando como caía sangre de mi comechoclos y narices esperando la ambulancia se hizo de verdad eterno. Y mareo. Y dolor por la reputamadre quién me manda a comprarme bicicleta. Fue hermosa la visión de ese carro blanco con una cruz roja en su frente, tan hermosa que de la emoción mi ponchera decidió devolver a la naturaleza a través de mi esofaguito todo el mote con huesillo de todos los ciclistas del mundo.
La maniobra de rigor era inmovilizarme el cuello, ¿tomó alcohol, consumió drogas? Me preguntaba el de la ambulancia, no pasa ná, si soy entero deportista, le respondí ¿me habrá creído? luego pregunta a qué día estamos y yo me preguntaba si querrá saber otras cosas como la fecha de la bomba en Hiroshima. Con la ayuda del paramédico me suben a la camilla de la pequeña ambulancia y partimos. De puro mareo cierro los ojos y trato de dormir, pero no resulta. Voy imaginando el camino a urgencias, pero nuevamente era eterno como las llamas del infierno. Llegamos, dijeron, que linda palabra. Inmovilizada en la camilla la cámara de este film sólo enfoca el techo blanco con sus pálidos focos y algunas caras que de vez en cuando le daban su mejor perfil, o el peor. Llegamos a estacionarnos a una sala, me piden el teléfono de alguien para avisarle, no quise envolver en histeria a mis padres que se relajaban en viña del mar, así que les dije que buscaran el número del Roberto que apareció al rato con su madre tras la llamada de “atropellaron a tu amigo”. Fue aliviador ver una cara amiga por fin, pero lo que yo en verdad esperaba es que aparecieras tú gracias a no sé que conjuro que te robara desde tus espejismos del norte. De ahí las náuseas eran atroces y no sé cuantas horas habrán sido intentando dormir. Abrí los ojos y vi al Pato y al Chico, a ver si estos me hacían reír como al enfermo de la tele; afortunadamente reír no me dolía nada, ja.
Y bueno, de ahí exámenes de rigor con los que descartamos fracturas y daños cerebrales, sólo una fractura en un hueso que jamás recordaré de la cara y que me hace hasta ahora estar escupiendo sangre. Para algunos el cerebro venía dañado de fábrica y para mí ahí está la gracia. Sólo me quedé con cinco puntos en la ceja, muchos raspones al rojo vivo que duelen si tan sólo los soplan y con un ojo en tinta como los peores que tuvo Rocky Balboa alguna vez: impresentable ante las damas. Luego papeleos, doctores buenos para la talla y pa’ la casa. Ahí le dije a mi encargado oficial, el Roberto, que me dejara no más, que sólo iba a dormir. Lo hice un poco, luego la soledad acentuó los dolores y la sensación de desdicha y abandono en este mundo de duro cemento. Con calma les avisé a mis padres que me llevaron a descansar a Viña, desde donde escribo esto.
Y qué diablos, hasta aquí vamos ahora y lo único que puedo decir es que cuando anden en bicicleta usen casco, no como este soquete con un bistec crudo en el ojo.
Ahí nos vemos.